MORANTE: DE MADRID AL CIELO
AL HILO DE LAS TABLAS
MORANTE: DE MADRID AL CIELO
Toreros hay muchos, pero toreros que toreen hay muchos
menos. Realmente hay poquísimos, y la relación de los que torean de verdad
cabria en el revés de la entrada al festejo. Un buen aficionado, sabe que nombres
deberían figurar en esa relación, y sí la leyera el publico en general se
llevaría una sorpresa. Por ejemplo, allí estaría un tal José Antonio Morante (de la Puebla), que torea como solían hacerlo
diestros de todas las épocas de la tauromaquia, y de la que debemos exceptuar a
buena parte del escalafón presente. Es decir que Morante observa los toros y se
apresta a torearlos de verdad, desde el primer lance. Lejos de seguir la moda
de sobar y resobar y tullirlos a derechazos. Morante tras leve preludió, ya
estaba adelantando la muletilla, embarcando hondo, bien cargada la suerte,
encajado en tandas por ambos pitones, que ligo con alegría y la entrega propios
de los toreros que torean de verdad.
El de la Puebla,
construyo faenas en Madrid, plenas de repertorio, toreando con ajuste en la que
hubo redondos de relajada planta, trincherillas, improvisados molinetes, pases
de pecho forzados rematando las suertes, en fin, faenas torerísimas, de esas
que hacia tiempo no se veían en la catedral del toreo.
Cierto las estocadas no fueron perfectas, la ejecución si, entro a matar en corto y por derecho, y el acero se desvió, pero fue tal la torería desplegada, desde que se abrió de capote, con verónicas primorosas y medias que levantaron clamores donde el arte y la gracia quedaba patente sin sospechar lo que vendría después. Pase a pase, lentamente, majestuosamente fue desgranando faenas como de las más grandes, que hayan podido verse en la plaza de Madrid, donde la naturalidad y la variedad, así como la medida, se notaba que Morante, había conectado directamente con la gloria y los viejos maestros le insuflaban desde su inmortalidad el arte, y hasta la técnica, y dictaban apostura, aplomo, terrenos, suertes y remates. Redondeó un todo antológico. Toro y torero fundidos en una sola imagen, inexplicables el uno sin el otro, complementados en esa paradoja constante de arte y muerte que es la lidia. Y así como variaban los estados del toro, sus pies, el ritmo de su embestida, así variaba Morante las suertes. Y de esa forma surgía el derechazo y el natural hondo, con el toro materialmente liado a su cintura; y el de pecho, apenas insinuado, pero que llevaba la tela al hombro contrario obligaba que animal pasara a centímetros del pecho de pitón a rabo, adobados con trincherazos y recortes. El publico exigente de las Ventas seguía aquel prodigio con olés estruendosos y con silencios profundos. Era el silencio del asombro porque apenas, sobre todo aquel primer toro de su primera tarde. Era la magnitud de cuanto sucedía en el ruedo. Días después llego de nuevo a Madrid, con la idea preconcebida de salir por esa puerta grande, que era el debe de su carrera. El torero en la soledad de su obra, se había crecido en su inspiración. El gentío en pie, el estruendo de los aplausos, sombreros, flamear de pañuelos, la plaza como en los viejos tiempos, se tiro a la plaza, para llevar en hombros entre gritos de “¡torero, torero, torero!”, fue el delirio, porque Morante había consumado la faena de su vida sin saberlo, seguramente sin pretenderlo, porque el toreo, como todo arte, alcanza el grado de lo sublime cuando el genio desborda los limites de la voluntad, faenas magistrales, más en conjunto que en detalles, sin paragón posible con ninguna otra, sino es con las mejores, entre las mejores, que este viejo aficionado y comentarista, ha visto en esa plaza de las Ventas, donde incluso, con todos los calificativos que se quieran, es absolutamente necesario, que los toreros, para ser y sentirse grandes, han de pasar y triunfar en la misma. Será difícil, si es que llega, a que de nuevo un torero alcance tal estado de comunión entre toro, torero y afición…
¿Quién, Morante, te hizo el don de la elegancia que tú luces el taurino
albero, por la gracia de Dios hecho torero, de inigualable prestancia?
¿Quién le dio a tu capote la fragancia hecha flor y silencio, luz y
acero, que en olas de percal al bruto fiero encadena con pausa sin distancia?
¿Y quién, a tu muleta dio el embrujo señorial y pagano, extraño rito,
que en la espada concluye y se levanta?
Así naciste, en ola sin reflujo que avanza siempre, convirtiendo en
mito, tu nombre pregonado en mi garganta.
Fermín González
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